Un lugar de paz: Aleksandar Hemon
En su libro autobiográfico Aleksandar Hemon cuenta la infancia y los días previos a la sangrienta guerra en Bosnia Herzegovina contra civiles, en plena desintegración de la URSS.
Escribe desde el exilio en Estados Unidos. Escribe de otro exilio, en Jahorina, a km de Sarajevo, a quien llama su "montaña mágica":
"...Llenaba mi prequeño Fico (la versión yugoslava del Fiat 500) con libros y música, y me iba a Jahorina a pasar un mes seguido. Tenía entonces veintitantos años, vivía aún con mis padres y esto, aparte de plantearme problemas relativos a mi independencia e intimidad personales, me impedía leer a gusto: mis padres me exigían que participara en las actividades familiares e inventaba obligaciones más o menos traídas de los pelos. En cambio en la cabaña de Jahorina era el dueño absoluto de mi propio tiempo, que organizaba como un monje, y leía entre ocho y diez horas diarias. Solo salía de aquella monástica concentración para atender a las necesidades de mi atolondrado cuerpo, que aparte de comida y café, exigía un poco de ejercicio físico. En consecuencia, cortaba leña y de vez en cuando hacía largas excursiones a pie, monte arriba, por encima del límite del bosque, hacia los ásperos y yermos paisajes y picachos desde los que podía ver la conmovedora superficie de Bosnia. Evitaba a la agente y sólo me acercaba andando al solitario supermercado, que estaba a unos tres kilómetros, cuando necesitaba tabaco y vino.
(...) Siempre sacaba un provecho concreto de estar leyendo durante diez horas seguidas y es que caía en una especie de exaltación hipersensible que me permitía devorar una media de cuatrocientas hojas al día. (...) El objeto de irme al monte era rellenarme el espíritu, reiniciar el procesador del lenguaje, la máquina de pensamiento. (...) Disfrutaba de una vida ascéticamente sencilla: leer, comer, caminar, dormir. La austeridad autoimpuesta remedió los males con que subí al monte.
La última vez que fui a Jahorina fue en septiembre de 1991. Había pasado buena parte de aquel verano en Ucrania, presenciando la desaparición de la Unión Soviética y la independencia ucraniana En el curso de aquel verano, la guerra de Croacia había evolucionado rápidamente: los incidentes se habían convertido en matanzas, las escaramuzas en la destrucción completa de Vukovar por el Ejército del Pueblo Yugoslavo. Cuando volví a Sarajevo, a fines de agosto, la guerra se había apoderado ya del ánimo de la gente: dominaban el miedo, la confusión y las drogas. (...) Así que llené el coche de libros y me fui a la cabaña, a leer y escribir todo lo que pudiera, antes de que la muerte condenara todo y a todos a la muerte y el olvido.
Me quedé en Jahorina hasta diciembre. Mi monástica vida en el monte era ahora una rudimentaria protección del pensamiento, pues imaginaba que una vez que la guerra se me colara en la cabeza, la quemaría y saquearía. Leí La montaña mágica y las cartas de Kafka,; escribí páginas llenas de locura, muerte y caprichosos juegos de palabras; oí a Miles Davis, que falleció en aquel otoño, contemplando las brasas de la chimenea. Durante mis caminatas sostuve conversaciones imaginarias con interlocutores imaginarios, no diferentes de las que sostienen Castorp y Setembrini en la novela de Thomas Mann. Partí mucha leña para calmar la creciente ansiedad. De vez en cuando escalaba una ladera sin arreos o protección. Era una especie de desafío suicida que me tranquilizaba; si llegaba a la cumbre sin caerme, pensaba, vería el final de la guerra. Un ritual diario era ver las noticias de las siete y media, que nunca eran buenas y siempre peores.
Años después, estando en Chicago, me esforzaría por practicar ejercicios que en teoría ayudaban a controlar la ira: siguiendo el consejo de mi siempre sonriente terapeuta, trataba de regular la respiración mientras imaginaba los detalles de algún lugar que asociase con la paz y la seguridad. Indefectiblemente, evocaba nuestra cabaña de Jahorina y pasaba largos momento recordando los pormenores más insignificantes: la lisa superficie de la mesa de madera que mi padre había construido sin un solo clavo; el puñado de viejos abonos de esquí que colgaban bajo el callado reloj de cuco; el indestructible frigorífico trasladado desde la casa de Sarajevo y cuya marca, Obod Cetinje, fue lo primero que leí sin ayuda. Durante la terapia, recordaba que la lectura en soledad me aclaraba la revuelta cabeza, que el sufrimiento se me curaba gracias al omnipresente olor a pino, al frío aire de aquellas altitudes, a la inclinación de la luz matutina en la montaña."
(Aleksandar Hemon, El libro de mis vidas. p. 79 a 83. Ediciones Duomo Nefelibata. España)
Foto: Internet
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